¡CIELOS,
TERUEL!
En
Monreal del Campo, cuna de joteros, el coche ha hecho un descanso junto
al bar. Bajaron a lo largo del recorrido la mayoría de los viajeros en
diversos pueblos, tan áridos y desiertos, pobres y sedientos, como antaño.
Una
sensación de emoción me invade el cuerpo cuando desde los llanos de
Caudé diviso la ciudad adormecida en el tiempo. Observo la pegatina de
un coche con jóvenes que nos adelanta, ¡Cielos, Teruel!, que hago mía,
porque realmente resulta sobrecogedor. Sus torres mudéjares, vigías de
la enternecedora historia de los amantes Juan e Isabel, ejemplo de
fidelidad a una promesa. El Turia sigue bañando con sus aguas, hoy más
turbia, a la ciudad del amor.
Teruel,
situado sobre una colina, se ofrece majestuoso, altisonante. Hoy los
edificios están más desparramados, como si un seísmo con epicentro en
la plaza del Torico hubiese lanzado en su onda expansiva las casas al
Ensanche, la Fuenfresca, el Pinar y la Ciudad Escolar. Cerca de aquí,
allá en lo alto, como vigilando la vida de la ciudad, se distingue bien
la residencia eterna de los muertos, para unos el campo santo, para
otros el cementerio.
¿Quiénes
serán realmente los santos?. Según los curas, los mártires de la
religión. Pero, ¿qué lugar ocuparán los miles de mártires que yacen
en virtud de una ideología?
Acabo
de pasar junto a un pequeño obelisco, cerca de la carretera, a unos 12
kilómetros de la capital. Allí se rinde un pequeño homenaje póstumo
a varios millares de republicanos que fueron fusilados al comienzo de la
Guerra Civil y arrojados a pozos, cubiertos con cal viva.
El
recuerdo me produce angustia, repulsión... desearía pertenecer a otra
galaxia y renegar de la tierra, del rencor, de la envidia, y casi del género
humano.
Muy
cerca de aquí, parece que fue ayer cuando realizamos la proeza de
asaltar, nada más y nada menos, que el tren pagador.
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