LOS GUERRILLEROS DE LEVANTE EN LA PROVINCIA DE TERUEL

CAPITULO 5

        

Autor: Mariano Esteban Pueyo

 CAMINO DE LA SIERRA

 

El autobús que me conduce a la Sierra es vetusto y arisco como la provincia. Queda a un lado el cerro de Santa Bárbara, los Mansuetos. Al otro el río Alfambra. peña Palomera... Son lugares que hicieron historia en la confrontación bélica por las encarnizadas batallas que en ellos tuvieron lugar, y en las que miles de soldados perdieron su vida.

La ascensión es lenta y penosa, monótona y somnolienta. pues de 915 metros de altitud vamos a subir a casi 2.000.

Aspiro fuerte por la ventanilla y ya percibo el rico olor a pinos... esa mezcla de resina y oxígeno ensancha los pulmones. Los mismos árboles que hace más de 40 años nos dieron leña para combatir el frío y nos guarnecieron en más de una ocasión para esquivar los tiros de la Guardia Civil.

Atravesamos pequeños pueblos que me traen grandes recuerdos, quizá porque me vuelvo viejo. El zagal ha cambiado la grupa del macho por una motocicleta de "trail", que conduce acelerada por las calles asfaltadas hoy, embarradas ayer. A la espalda lleva pegada la compañera, desafiando la velocidad y el peligro.

El rubor de antaño, en la mujer, ha cambiado por el cigarrillo encendido, y las faldas que se desparraman ante el estímulo de la velocidad, sin que importe enseñar las piernas.

Sin embargo, los trigos, las cebadas, los cereales, continúan como siempre erguidos, majestuosos, balanceándose desafinares al viento, para ofrecer muy pronto el pan y el pienso.

Hasta las aliagas siguen disimulando sus pinchos, con la alegría de las rosas amarillas, y el tomillo, de flores más diminutas, pero más generoso al obsequiarnos con su aroma inconfundible.

Muchos pueblos han quedado sin maestros durante años depositarios de la cultura por falta de niños. En aquella época el secretario del Ayuntamiento fue el gestor ad­ministrativo oficial de la villa; el médico, fiel velador de la vida, y el cura, depositario de la llave del cielo, del perdón y del castigo.

Negros nubarrones aparecen a lo lejos con algún trueno, y me recuerda el dicho:

          "Cuando truena en San Ginés

          y responde en Palomera

          Ya se pueden ir los peones

          a dormir a la pajera".

Del que un día fue orgullo de castillo medieval solo quedan pedruscos y algún trozo de muro, pero al volverlo a contemplar lo imagino altivo, completo; testigo de muertes, amoríos y traiciones.

Solo perduran del viejo molino dos grandes ruedas y el caserón derruido. La balsa se debió secar hace años, pues el moho y las hierbas la han invadido por completo.

Los antiguos corrales de gallináceas, han dado paso a boyantes granjas de vacas.

La casa donde esbocé mis primeros e ilusionados amores, y en una noche de penumbra deposité en la boca de mi novia los más encendidos besos, sigue en pié.

Los viejos caminos, ayer pedregosos, hoy son amplias pistas, señal de concentración parcelaria, pero los pequeños huertos han desaparecido, ante el hedor del agua putrefacta contaminada.

¡Ya no van mozas por agua a la fuente, con el cántaro apoyado en las caderas sinuosas!

¡Ya no se esbozan noviazgos en las fuentes, sino en los bares! La cerveza ha suplido al agua de los manantiales. Estos no discurren hasta el río, se han captado y canalizado para seguir fieles al servicio domiciliario tras su cloración en los depósitos, sitos allá en lo más alto de los pueblos, como antaño ocurría con los cementerios.

Apenas cantan los pájaros, víctimas de los insecticidas. En cambio, de vez en cuando se escucha el poderoso mugir del buey. Eso sí... los perros continúan ladrándome como siempre, al detectar al que consideran extraño, forastero; ignorando que me fui a la fuerza pero que he estado soñando día a día con ésta, mi tierra.

Las arcadas del gran puente, hoy sin agua en el río, asemejan tinajas vacías.

A aquellas mozas lejanas, un día bellas y serosas, tan anheladas por los mozos, hoy les denuncia el paso inexcusable del tiempo, por las arrugas delatoras de sus caras marchitas como las flores en invierno. Algunas ya, ni se molestan en limpiarse las legañas, su cabello es blanco... parece no importarles la muerte, convencidas de encontrarse en el ocaso de su vida.

Pero soñar es volver a empezar a vivir, procuraré ser fiel a mis recuerdos y rememorar desde el principio.