UNA
AVENTURA INESPERADA
Por
aquí muy cerca se encontraba el campamento "Las Lomas", en el término
de Alcalá la Selva. El pueblo queda allá abajo metido en un valle. La
torre sigue presidiendo la iglesia y los tejados. Salen las gentes de
misa, y es que el hombre necesita creer en algo, y cree mentiras cuando no
encuentra verdades que creer, como ya decía J. M. de Lara.
Parece
que fue ayer cuando ya llevábamos tres noches de marcha en busca de
"Las Lomas". Mis fuerzas estaban al borde del fracaso, teniendo
que soportar el peso de la metralleta, cartuchera, bombas de mano
alineadas en el cinturón, y sobre todo el macuto, lleno a rebosar. Era
como si lleváramos la casa a cuestas, las ilusiones.
-
Me aprieta la bota izquierda-, comento en voz baja.
-
Solo falta que fuera la derecha-, replica mi compañero.
-
Es que llevo un juanete en el pié izquierdo, lo heredé de mi madre. El
derecho como si nada... pueden echarme camino.
-
Lo heredarías de tu padre. A propósito, ¿cuál de los dos era más
inteligente?
-
Mi padre tuvo que sacar a flote a siete hijos. A mi madre solo le debió
de quedar tiempo para tratar de alimentarnos, y cuando realmente pudo
haber desarrollado su inteligencia y vida social, falleció.
Estamos
en Alcalá. Contemplo a los niños jugueteando, al verlos me siento como
ellos, recordando la época en que También lo fui.
Hoy
al volver al pueblo contemplo a jóvenes que envidio, porque irradian sin
pudor su entusiasmo y evoco tiempos pasados, cuando estaba prohibida
cualquier manifestación de amor. Y es que la memoria nos trae el recuerdo
de lo agradable. Cuando algo bueno aflora nos deleitamos en su contemplación,
pero si es desagradable procuramos esquivarlo, a pesar de que en ocasiones
puede más que nosotros y resurge una y otra vez con fuerza.
Las
desgracias, los sinsabores, es humano aparcarlas en el olvido y dejarlas
para quienes las sufren de cerca. Preferimos lo bello, lo joven, el
corretear de los chavales tras la pelota, el balanceo de las caderas en
las mozas, la mirada penetrante de la enamorada. Procuramos no ver aquello
que nos disgusta. Resaltamos lo que consideramos que nos engrandece, y
rechazamos el deshecho de la naturaleza. Ocultamos lo que nos rebaja.
Conocemos nuestros defectos, pero no interesa darlos a conocer. Tenemos
los ojos para mirar y criticar la actitud de los demás, pero rehusando
mirar hacia nosotros mismos.
Cabizbajo,
pensativo, he pasado junto a la masía y no he podido contener el
discurrir por la mejilla de unas lágrimas delatoras. Hoy es ruina. La
casa, un día caserón, está derrumbada. Solo quedan aquellas paredes
gruesas, inexpugnables, de piedra.
Aquí
veníamos muchas noches a enterarnos si el campamento seguía sin novedad.
A conocer cuantos guardias quedaban en el cuartel. Fueron los mejores
"enlaces" de esa época guerrillera.
Una
noche, iluminé dos veces la ventana que da al sur con mi linterna. Esperé
un minuto y volví a dar la misma señal. Al poco rato, en silencio, la
puerta se abrió y allí estaba Engracia solícita como siempre,
agradable, sincera.
Atravesamos
con tres compañeros el corral y la puerta de madera vieja. La moza echó
el cerrojo, y con aquella llave descomunal dio dos vueltas a la cerradura,
que resonó al pasar de los dientes. Unas veinte escaleras apenas sin luz,
y en recoveco nos condujo a la cocina. La noche era fría, como la mayoría
en los inviernos eternos de las sierras turolenses.
Jamón,
cecina, longaniza y unas sopas de pan, no solo sirvieron para
reconfortarnos, sino que nos parecieron el mejor manjar para reponer
nuestras fuerzas mermadas.
Engracia
parecía recibirme con frialdad, como al resto de mis compañeros. Se
mostraba servicial pero no servil. Por mi parte, cada vez le lanzaba
miradas más provocativas, que ella simulaba esquivar. Sin embargo observé,
cuando creía que no le veía nadie, una mirada de reojo.
Era
el rostro poco agraciado, pero el cuerpo... ¡qué cuerpo!, para unos
guerrilleros que durante meses no habían estado con una mujer. Su nariz
algo achatada resultaba graciosa, su cara alargada le daba un matiz de
mujer mayor de sus 26 años. Tenía gusto, y disimulaba su rostro dejando
caer, como si fuera casual, el cabello largo, negro, sobre la cara. Los
ojos demasiado saltones, pero su mirada vivaracha.
Una
mirada más lancé cuando la cena tocaba a su fin, que ella esta vez no
esquivó. Apartó el cabello de su cara y lanzó sus ojos contra los míos.
Un ligero temblor recorrió mi cuerpo. Su mirada me enervó, si ella
aceptara podría darme un rato de felicidad, de amor...
Como
si los pensamientos se hubieran fundido pareció leer, sin estar escrito.
Lentamente se dirigió en silencio y con disimulo a la escalera, y antes
de desaparecer se detuvo, fijó su mirada en mí, como una invitación a
seguirla. A pesar del cuidado que puso, seguí perfectamente el ruido de
sus zapatos, escalera tras escalera. Cada taconeo me encendía la sangre.
-
¡Bajo al corral un momento!-, dije a mis compañeros cuando habían
pasado unos minutos.
Mi
sorpresa fue grande. Allí estaba Engracia esperándome. No pude más y la
estreche con fuerza entre mis brazos, inundándola de caricias. Sin
resistencia, se entregó en un leve susurro de placer. El tiempo que
estuvimos juntos no lo sé. Recuerdo el relinchar de un caballo ante
nuestra presencia, y arriba mis compañeros: "¡Alguien viene!".
En
pocos minutos, volví a ponerme los pantalones, el correaje, las bombas...
pero la explosión esta vez había sido de amor, y me sentí feliz.
Engracia me sacudió las briznas de paja que habían quedado adheridas al
pantalón, y subí jadeando al comedor.
-
¡No pasa nada, se asustó el caballo al verme!
Mis
compañeros algo debieron sospechar, pues lanzaron hacia mi una sonrisa
delatora. Terminé de espolsarme como si nada hubiera ocurrido, pero la
expresión de mi rostro debía reflejar una sensación de felicidad, de
relax.
De
nuevo, más que nunca, estaba dispuesto a luchar, a corretear por los
caminos, a enfrentarme a muerte a la Guardia Civil. ¡No me importaba
morir!.
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